domingo, 26 de septiembre de 2010

2010 BICENT IN INDEP ARZOB MÉXICO



MENSAJE
domingo, 26 de septiembre de 2010 
CON MOTIVO DEL BICENTENARIO DEL INICIO DE LA INDEPENDECIA DADO POR EL ARZOBISPO DE MÉXICO
CARDENAL NORBERTO RIVERA CARRERA

Domingo 26 de septiembre de 2010
siame.com.mx
10 BICENT IN INDEP ARZOB MÉXICO
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Catedral Metropolitana de México

Todavía resuenan en la memoria los sonidos festivos y se extienden los destellos de las luces multicolores con que se ha celebrado tan intensamente este bicentenario del inicio de nuestra independencia nacional, a lo largo de todo el país, pero especialmente en esta plaza coronada por la Catedral Metropolitana de México, siendo ella misma el más digno monumento conmemorativo por la majestuosidad de sus torres, la solidez de sus canteras y su innegable significado histórico. Aquí se han vivido cada una de las etapas de nuestro desarrollo como nación. Desde que se levantó junto con la nueva ciudad sobre las bases de las antiguas pirámides, hasta contemplar enmudecida, la devastación del sismo de hace veinticinco años, pasando por la consumación de la independencia, el movimiento revolucionario, la persecución religiosa, el desarrollo del México moderno y la altisonancia de este siglo XXI. Esta Catedral forma parte sustancial de la historia de esta nación mexicana.

Al cumplirse doscientos años de los comienzos de la lucha independiente, no podemos sino celebrar y reconocer estos acontecimientos. El sentido de fiesta está en el alma mexicana y el sentido de gratitud es fundamental en la religiosidad cristiana: gratitud a nuestros antepasados que nos han dejado una gran herencia cultural con raíces milenarias, gratitud a quienes construyeron nuestra libertad con el precio de la propia vida, gratitud a todos los hombres y mujeres que con su trabajo diario han hecho de esta nación uno de los pueblos más originales del mundo entero; gratitud a Santa María de Guadalupe que con su rostro mestizo y su plegaria, se ha mostrado con delicadeza y cercanía a todos los habitantes del Anáhuac y del continente entero; gratitud a Dios, siempre presente en nuestra fe y esperanza.



La celebración de estas fechas ha significado también una oportunidad para reafirmar nuestros valores cívicos, en torno a un gobierno democrático, más allá de las divisiones partidistas.



No hace falta insistir en el papel civilizador de la Iglesia en los primeros siglos del Virreinato; tampoco hace falta abundar sobre la participación decidida de incontables eclesiásticos en el movimiento independentista. Muchos estudiosos se han encargado de analizar y esclarecer los hechos, y aún en medio de discordancias sobre detalles secundarios, ningún investigador puede negar la influencia religiosa en esta etapa de nuestra historia, desde el inicio hasta la consumación de la independencia nacional. El Te Deum celebrado en esta Catedral en 1821 con una sociedad reconciliada, da cuenta de todos estos hechos hasta culminar en el nombre adoptado por el primer presidente constitucional, mi paisano, Don Guadalupe Victoria, en honor a la Patrona de nuestra libertad.



La celebración no puede quedar en una fiesta que se acaba o en algunos monumentos para la historia, la verdadera celebración debe ser ocasión para renovar nuestra identidad como pueblo, nuestro orgullo como nación y la valoración de la patria que hemos construido juntos, con todos sus valores incluyendo su profunda religiosidad y conciencia de trascendencia en Jesucristo, Señor de la historia. Es el momento de recordar con gratitud el pasado y de lanzar nuestra mirada hacia el futuro desde nuestra responsabilidad en el presente.



Este es nuestro tiempo, esta es nuestra oportunidad de dar algo para las nuevas generaciones, por ello los obispos mexicanos nos hemos reunidos el primero de septiembre para celebrar la Eucaristía en la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe, como lo hacemos hoy en esta Catedral, a fin de dar gracias a Dios por la historia de este pueblo que es también historia de salvación marcada por el anuncio del Evangelio, y hemos entregado una Carta Pastoral recogiendo algunos episodios de la historia pero, sobre todo, mirando con esperanza hacia delante, con propuestas para nuestro progreso.



Somos una nación grande entre las demás naciones por el número de sus habitantes, por la diversidad de sus ambientes y riquezas naturales, pero sobre todo por su cultura y su trayectoria. Somos una nación cristiana y católica en la mayoría de sus habitantes y respetuosa de la pluralidad de pensamientos, somos una nación que está consolidando sus caminos de democracia y desarrollo, con instituciones maduras y con estructuras sociales de gran alcance; sin embargo, también tenemos enormes problemas que exigen todo nuestro talento y entereza para buscar las soluciones.



Uno de los problemas que nos aquejan de manera inmediata, es el de la inseguridad provocada por la violencia de muchos malos mexicanos que han equivocado su camino entregándose a la criminalidad y a la muerte, caminos que no tienen nada que ver con el heroísmo de otros tiempos, donde en medio de la violencia había ideales trascendentes, y aún en medio de divisiones, se buscaba un bien social: hoy solo vemos mezquindad y ruina, por eso hemos expresado en nuestra Carta Pastoral que “Ante aquellos que hoy buscan sembrar un estado de miedo y muerte, mediante actividades ilícitas y delincuenciales, poniendo en riesgo todo lo que hemos alcanzado en nuestro camino histórico… debemos decir que la auténtica sociedad mexicana los repudia y espera para ellos la acción de la justicia, mientras la Iglesia los llama a la conversión que los haga reencontrar los caminos del bien” (cfr Carta Pastoral # 134).



La solución no puede darse únicamente por el sometimiento de la fuerza y por el imperio de la ley, esto es necesario pero insuficiente. Las fuerzas armadas, las corporaciones policíacas y las instituciones judiciales tienen un papel imprescindible para superar la corrupción y la criminalidad que nos agobia, sin embargo, la verdadera solución requiere que vayamos más al fondo de nuestros problemas sociales.



La Iglesia tiene su propia misión que es, al mismo tiempo, su mejor servicio a la sociedad: Anunciar el Evangelio de la vida, de la verdad y de la salvación; a los creyentes nos corresponde dar un testimonio creíble de nuestra fidelidad al Reino de Dios que implica el reconocimiento de la dignidad de toda persona humana, valorando y respetando la vida; impulsando el matrimonio y la familia como elementos fundantes de toda sociedad humana, y comprometiéndonos con la justicia y el desarrollo por caminos de diálogo y de paz.



Sin embargo, debemos recordar que el mensaje del Evangelio incide en la visión de la vida y en los proyectos de la misma, ya sea desde el compromiso de los pastores como presencia pública de la Iglesia, o desde la acción de los fieles laicos, llamados a transformar el mundo y sus estructuras desde las propias convicciones. Por eso la Iglesia no puede dejar de ser protagonista de la construcción de una nación, en medio de una sociedad plural y de un Estado laico, garante y respetuoso de las libertades y de los derechos auténticos.



Los ideales por los que lucharon nuestros antepasados hoy nos interpelan con mayor fuerza, ya que seguimos siendo una sociedad marcada por graves y escandalosas desigualdades y en riesgo constante de disminuir nuestra genuina identidad:



“Dentro de los nuevos rostros de pobreza nos afligen y preocupan sobre todo -señala la reflexión episcopal-, los millones de migrantes que no han encontrado las oportunidades para una vida mejor y se ven obligados a dejar lo más propio, arriesgando incluso la vida… Los desempleados, víctimas de la economía utilitarista; los campesinos, desplazados por no pertenecer al mundo de la tecnología del mercado global, los indígenas, que siguen siendo los grandes excluidos del progreso y objeto de múltiples discriminaciones. Los niños en condición de calle en las ciudades y la situación de muchos jóvenes y adolescentes que desde temprana edad son reclutados para participar en actividades ilícitas, sembrando en ellos dinámicas de maldad” (#113).

Ante esta realidad, los obispos mexicanos hemos hecho una propuesta a todos los sectores que conforman esta sociedad mexicana, para asumir tres prioridades fundamentales en orden a nuestro desarrollo: combate frontal a la pobreza, educación de calidad para todos y reconciliación nacional (cfr. # 117-135).



Siempre que hemos sido capaces de unirnos, y los ejemplos sobran, nuestro pueblo ha avanzado, ha progresado. Siempre que nos hemos desunido, y la realidad presente es ejemplo de ello, hemos provocado un enorme atraso. La reconciliación nacional es una tarea pendiente entre políticos y ciudadanos, solo desde allí podremos enfrentar mejor uno de nuestros puntos débiles: la pobreza de millones de mexicanos, y podremos potenciar una de nuestras más apremiantes necesidades: la educación de millones de jóvenes y niños, una educación que les prepare para la vida, pero ante todo los forme como ciudadanos con valores y principios.



La Iglesia sabe que su misión es ser servidora de la reconciliación, y aunque algunos de sus pronunciamientos sean motivo de controversia, a la Iglesia no le mueve el afán de la discordia sino el compromiso irrenunciable con la verdad sobre el ser humano y sobre Dios. Su testimonio le exige a estar cerca de los más pobres y su misión le lleva a estar comprometida en la educación.



Quiero concluir haciendo mías las palabras de los obispos mexicanos: “Confiados en el valor de la oración los exhorto a dar gracias a Dios por todos los beneficios que ha recibido nuestra patria, a pedir perdón por las infidelidades de sus miembros, a elevar oraciones por los que murieron en luchas sangrientas, así como pedir la gracia y creatividad en la caridad, necesarias para impulsar, junto con todos los mexicanos, el desarrollo de nuestro país…



Padre de misericordia,

 que has puesto a este pueblo tuyo

bajo la especial protección de la siempre virgen María, Madre de tu hijo, concédenos por su intercesión,

profundizar en nuestra fe

y buscar el progreso de nuestra patria

por caminos de justicia y de paz,

por Jesucristo nuestro Señor…Amén.

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